El colegio de Mendive (de Martí, ciudadano de América). Por Carlos Márquez Sterling.
Suave
lánguida, habiendo engruesado y con una nube en un ojo, Leonor Pérez, próxima a
los cuarenta años, esperaba al esposo y al hijo, rodeada de sus cuatro hijas
hembras, en la modesta vivienda de la calle de Jesús Peregrino, donde ahora
moraban, más desahogadamente.
Leonor no era una mujer vulgar. Inteligente, viva de genio, simpática, había aprendido en sus mocedades a leer y escribir en casa de unas amiguitas y sentía renovarse, en su hijo, sus anhelos de sabiduría.
—Vamos, Pepe —decía orgullosa— recítame otra vez esos versos.
Abrazaba
y besaba a su hijo, con ternura, mientras don Mariano, preguntábase (sic)
íntimamente de quién podía haber heredado la vena poética, este fruto de sus
amores.
Cuando
se terminaron los festejos pascuales de 1,862 y la celebración del cumpleaños,
disipándose los vapores de estos días despreocupados y felices, que esparcían
el buen humor de la familia, Leonor, incansable, con ese sexto sentido que
distingue a las mujeres, renovó abiertamente la necesidad de enviar a Pepe al
colegio. En la escuelita del barrio, su hijo resultó el más distinguido. Había
ganado una medalla con notas de sobresaliente en la clase de inglés. Era un
niño excepcional. Le atraían, con embeleso, las figuras idealistas de la
Historia.
Don
Mariano refunfuñaba, pensando en la capitanía, pero ya no encontraba argumentos
válidos. Después de discutir con su esposa, reforzada por Arazosa, partidario
decidido de Pepe, se rindió.
—Bueno;
está bueno. El muchacho irá al colegio.
A principios de 1,863, la colonia se
hallaba esperanzada en la creencia de que la Metrópoli finalmente concedería
reformas a la Isla.
Habíase convocado a los ayuntamientos para elegir comisionados a una Junta de
Información. Esta debía celebrarse en Madrid y estudiar un nuevo orden para
Cuba.
A
don Mariano la política no le interesaba. Su situación económica no era tan
estrecha como en años anteriores. La casa en que vivían era propia y poseían
otra en la calle de Peñalver, cerca de la calzada de San Luis Gonzaga, amplia
avenida que desembocaba en el paseo de Carlos III, en extramuros.
La
causa de este relativo bienestar era el deceso de doña Rita.
Su
suegra había seguido al más allá a don Antonio, y les dejaba el capitalito
(sic) que, por gananciales, le había correspondido.
Pocos
días después de aquella conversación con su marido, acerca del porvenir de
Pepe, doña Leonor entraba, con su hijo, en la academia de San Anacleto. Su
director, don Rafael Sixto Casado, cuya alta estatura y bondad predisponían en
su favor, la escuchaba con benevolencia[1].
—Hay
un inconveniente para admitir al niño. Han pasado tres meses del curso. ¿Cree
Vd. que Pepe podrá recuperar el tiempo perdido?
Doña
Leonor guardaba silencio, pero el muchacho se irguió decidido y aseguró que él
haría todo lo posible por vencer ese obstáculo. Don Rafael, sonriendo, descartó
los obstáculos. Pepe lo había impresionado favorablemente.
A
los diez años de edad, José Martí era huraño y retraído. Sus compañeros lo
creían vanidoso, y altivo. Esta creencia, que él advertía, contribuía a
exaltarlo. Jamás tomaba parte en los recreos. Solitario y esquivo, estudiaba
sus lecciones, dando pruebas en clase de su gran capacidad. En realidad, no
había tales exclusivismos. Se sentía acomplejado. Los demás escolares vestían
bien, se hacían acompañar de criados y de sirvientes; llegaban en quitrines o
en coches. Pepe venía solito, mal vestido, con pobreza, su trajecito deslucido
y raído, el único que tenía.
Al
cabo de cierto tiempo, un adolescente que le mostraba simpatía, lo buscaba a la
salida de clase, se le sentaba a su lado en las aulas, y venció sus desvíos,
hijos de su carácter emocional. Era rico y se llamaba Fermín Valdés
Domínguez.
Cuando
a la caída de la tarde, sus tareas, y las obligaciones que aún le enviaba su
padre desde la capitanía, le dejaban tiempo libre, Pepe leía vorazmente. Su
interés vivía pendiente de la guerra del Sur contra el Norte, que amenazaba
destruir la poderosa república fundada por Jorge Washington. La Cabaña del Tío Tom,
de Harriet Beecher
Stowe, conquistaba su
ánimo en favor de las ideas del Norte. La libertad. La esclavitud. Lincoln, Grant, Lee. ¡Qué figura más grande del. pensamiento universal la
del presidente emancipador! Aquella guerra tenía un ritmo impresionante de
agitada exaltación y representaba, para las ideas de nuestro continente, una
decisión fundamental. Fermín, por el contrario, era confederado. Había oído
decir, en su casa, que Cuba estaría mejor unida a la Confederación que
presidía Jefferson Davis.
—Desengáñate,
Pepe, gana el Sur.
—Oh
no, Fermín, no. Estás equivocado. Triunfa el Norte, que defiende la
emancipación de los esclavos.
Fermín
se batía en retirada, vencido por los argumentos de aquel amigo al que admiraba
profundamente.
—Pepe,
vámonos al puerto a ver los barcos americanos.
Cuando
llegaron las vacaciones, las ilusiones de Pepe se derrumbaron violentamente. Su
padre, contra la voluntad de Leonor, se lo llevó nuevamente a la capitanía.
En
el partido judicial del Hanábana, cerca de las costas, sucedía algo raro ...
Puesto al acecho, Mariano Martí descubrió la pista de un desembarco clandestino
de africanos, destinados a la esclavitud. Y se dispuso a sorprender el
contrabando y a prestar este servicio a la administración del general Dulce. ¿Llevó a su hijo? A juzgar más
tarde, por la descripción, que hiciera éste, es presumible que acompañó a su
padre.
Siguiendo
la pista, se trasladaron a la costa. Era una oscura noche surcada de rayos que
iluminaban con los relámpagos las nubes a ras de tierra. “Junto a la orilla
se pegaba el barco, del cual iban saliendo, ciento a ciento, los negros por el
ancho portón que a flor de tierra abría la goleta. Silbaba el viento; los
almácigos copudos arrastrábanse por el suelo, y la hilera de esclavos desnudos,
resbalando el agua por el ébano de sus carnes, formaba un ejército desolador”.
Mariano
Martí sufrió la decepción más cruel de su carrera. Lo cesantearon,
fulminantemente. Cabe decir que lo despidieron por honrado. Días
después, entregaba las insignias a Manuel Aragón, el mismo sujeto a quién había
sustituido por estar acusado de practicar la trata. Posteriormente, un
funcionario de apellido Ibáñez, explicaba, entre líneas, en una comunicación,
que la honradez de Mariano Martí y los negocios del teniente-gobernador de
Colón, eran incompatibles. En realidad, lo habían separado del cargo sin
justificar las razones que para ello se habían tenido en cuenta.
Después
de esta arbitrariedad, a Mariano Martí se le hizo pequeña la Isla. Decidió
correr fortuna. Lo agitaba de nuevo la inconformidad. Se embarcó con su hijo
hacia Honduras Británicas. Regresó fracasado. Todos estos tropiezos, quién lo
diría, beneficiaron al hijo. Presionado Mariano por su mujer, por las niñas,
que admiraban al hermano, y por el compadre Arazosa, decidió educar
definitivamente a Pepe, y encomendó su retoño a la tierna y bondadosa sabiduría
de don Rafael María
Mendive, que dirigía
un gran colegio.
José
Martí tenía ya doce años. Los ojos de ensueño, el semblante agradable en el
óvalo del rostro coronado por la amplitud del frontal, robusto y vigoroso.
Acostumbrado
Mendive a descubrir conciencias y a leer en ellas, le fue fácil penetrar la de
este nuevo discípulo. Al muchacho le entusiasmó el maestro. Le impresionaba
aquella palabra que brotaba fluida de sus labios carnosos y gruesos, la barba y
las cejas pobladas, la mirada triste…
Después
del maestro, lo más atractivo era su biblioteca, repleta de libros y de
folletos, amontonados en anaqueles, en mesas y sillas, y hasta en el suelo.
Pepe, adelantaba prodigiosamente en sus estudios, y pudo registrar en ella a
sus anchas, y parecía una mariposa quemándose alrededor de la luz. A medida que
la relación con Mendive se hacía más íntima, se apoderó de su espíritu una rara
sensación. Se sintió dominado por la poesía del profesor. ¿No se parecía él a
su maestro? Alegremente descubría estos estados de ánimo. Su alma estaba toda
en el colegio. Su madre comprendía y estaba contenta. Pepe se aprendió de
memoria los versos de don Rafael María, en la soledad de sus horas emocionadas.
Y es posible, que al recitarlos, creyera que eran suyos.
Mendive
era un filósofo. Se inspiraba, en el recuerdo de don José de la
Luz y Caballero, el
educador cubano por excelencia, director del colegio El Salvador, muerto pocos
años antes, a quien las autoridades españolas acusaban de adoctrinar en el
separatismo a los nativos matriculados en su maravillosa academia,
preparándolos para luchar por la independencia de la Isla y la creación de la
República de Cuba.
La
niñez de Mendive discurrió en la abundancia, en “la paz de un hogar dichoso
y bien provisto a un molde de sosiego”[2]. Al arruinarse su padre, su
hermano mayor, Pablo, fue el encargado de prodigarle los conocimientos más
elementales. Pobre y melancólico, Mendive cursaba sus estudios en la adoración
de un pasado que recordaba los tiempos de oro de su familia. Había comprendido,
al hallarse en la escasez que la vida no era un cuento de hadas. Y su poesía se
teñía suavemente de ese sentido, serenamente triste, que trasmitió, sin
pensarlo, a su mejor discípulo.
La
vida convirtió a Mendive en un desengañado. A los cuarenta y cuatro años era un
escéptico. Dentro de su escepticismo admitía lo fundamental de la vida en las
aspiraciones de los cubanos. No obstante, su anhelo de ver libre a su país,
Mendive volaba con las alas rotas. Su deseo de visitar Europa; de fijar sus
ojos una vez siquiera en aquellos cielos bajo cuyo soberano influjo habían
nacido tantos y tan celebrados poetas, sabios, músicos y pintores, constituía
su sueño dorado. Desesperanzaba del porvenir. El pasado surgía lleno de un
colorido deslumbrador. En muchas descripciones y épocas estaba en lo cierto.
Sus viajes eran pinturas de raras imágenes. Conversar con Mendive era
fascinante. A veces se refería a Domingo del Monte, con excesos en el calificativo
favorable. Otras, torcía los labios, y hacía un gesto dubitativo. Ambos habían
escrito para un periódico y don Rafael lo mencionaba con entusiasmo: El
Correo de Ultramar.
En
Nueva York había tenido el privilegio de tratar al Padre Varela, diputado por Cuba a las Cortes de
Cádiz, desterrado de Fernando VII, y perseguido por la Metrópoli.
Después de un breve pasaje autonomista Varela había abrazado la causa del
separatismo, y vivía, en San Agustín, en la Florida. Allí lo visitaban sus
discípulos, hasta su muerte, acaecida en la segunda mitad del siglo XIX.
En
Italia, la patria de los Borgia y de los Médicis, misteriosa, y artística,
Mendive se entusiasmaba hablando de Roma, Florencia y Nápoles. ¿Y qué decir de
París? Aquí se encontraba en diciembre de 1,851, cuando el golpe de estado
de Napoleón III, y había visto, abandonar la capital
del mundo, perseguidos por la reacción, a Víctor Hugo y Alfonso de Lamartine, los poetas más leídos del mundo.
Las
inequívocas inclinaciones a soñar bajo otros cielos de este desconsolado bardo
fueron muy pronto advertidas por su discípulo que no veía las cosas del mismo
color que su maestro. Mendive era un sentimental. La cuerda que mejor sonaba en
su lírica era la del amor. Su alma se dilataba en el seno de la naturaleza. La
inmensidad de los cielos, el brillo de los astros, la oscura pompa de las
selvas, la plata de los arroyos, eran su inspiración. Entonces, adormecido en
brazos de una soñadora idealidad, divinizada por Byron, cantaba con la espontaneidad y
sencillez con que trina el ruiseñor en los bosques...
Cuando
los lazos de esta respetuosa relación establecida entre profesor y alumno
fueron haciéndose más íntimos, Pepe, lector insaciable, había leído una buena
parte de aquella biblioteca que le viéramos atisbar desde su entrada en el
colegio. En ella, en amable correspondencia al ejemplar de las Pasionarias de
Mendive, existía un libro de versos de Longfellow, autor de “La Sonrisa de la
Virgen”, en que el admirable bardo norteamericano había escrito, una
cariñosa dedicatoria, para Mendive.
A
Martí, le parecía Longfellow un gran poeta, un hombre que
había domado un águila. Sentía, a veces, leyéndolo, una blanda tristeza, como
quien ve a lo lejos, en la sombra negra, rayos de luna; y otras, creía
percibir, en su ritmo impresionante, prisa de acabar, o duda de la vida
posterior, o espanto de conocerse y se le llenaban de relámpagos los ojos.
Mendive,
como Luz Caballero, como el Padre Varela, como Domingo
del Monte, demostraba, en todo momento, su afán de servir al progreso y a la
cultura de la Isla, en vísperas de la Guerra de los Diez Años. Había obtenido
la dirección del colegio San Pablo, en unas oposiciones, pues de otra manera
jamás lo hubieran nombrado. En los estudios, tal como lo recomendaba el conde de Pozos
Dulces, que por estos
tiempos se hallaba defendiendo las “reformas”, desde la dirección del
periódico El Siglo, Mendive decía que había que armonizar la
inteligencia y el corazón. Él lo había logrado. Su sensibilidad, aliada a su
inteligencia, formaban una rara mixtura que trasmitía a sus discípulos. La
significación de sus clases, asociadas a sus recuerdos en los que mezclaba la
familia al amor de la Isla, eran denunciadas por el uso de ciertas
palabras. La patria... Seguramente, el maestro no aludía a España.
Al
tratar temas tan peligrosos, abordándolos con valentía, Mendive hablaba de los
hombres del porvenir. Quería borrar todas las prevenciones, todas las
sospechas, todos los prejuicios de la educación rutinaria para que el niño al
volver ya hombre al seno de la familia a labrarse un porvenir no se convirtiera
en una sombra, sino en una estrella que iluminara el mañana. El apotegma de Luz
Caballero surgía siempre. “Hombres es lo que se trata de formar...”
Mendive
estaba casado en segundas nupcias con Micaela Nin. Y este hogar le parecía a
Martí “una casa toda de ángeles”. Se había acostumbrado tanto al
colegio, que las tareas le eran fáciles y agradables. Las horas en su casa se
le hacían interminables. Cuando su padre lo obligó a trabajar, en una bodega,
su antítesis, se horrorizó, y mostraba su rebeldía y su disgusto.
¡Qué
mundos tan diferentes recorría este joven a diario!
Don
Mariano, amargado no hacía más que rezongar y gruñirle a su hijo. Mendive, al
contrario, lo estimulaba, lo animaba cariñosamente, y le celebraba su talento.
Este
saldo de actitudes lo alejaba de su casa. Era el reverso de su espléndida
medalla de ensueños. Jamás le dirá adiós a su panorama espiritual. Escuchaba
voces interiores y se estremecía. Contemplaba escenas confusas. Como aquellas
que solía desentrañar, en su niñez, en los crepúsculos del Hanábana. Alegorías
de nubes y de cielo. Acaso una soñada epopeya. Su maestro decía que la
salvación de la vida estaba en el sufrimiento. ¿Quién sufría más que él?, se
preguntaba exaltado. ¡Oh, sí, la vida sin dolor no es un verdadero poema!
Valdés
Domínguez, estudiaba en el colegio de Mendive y veía, encantado ascender, a su
amigo, a los lugares cimeros de la clase. Pepe, ya no era esquivo. Ahora
conquistaba, sin grandes esfuerzos. Brotaba de todos sus actos un calor de
humanidad que persuadía y obtenía sus primeros triunfos. Mendive lo amaba
paternalmente, y cuando dictaba su lección de historia, subrayaba con
entonación los grandes ejemplos, desde Graco hasta Bolívar.
Después
de las clases, las hijas de Mendive interrumpían el bordado bajo la lámpara de
la sala o escuchaban detrás de las persianas, cuando las expulsaban por
traviesas, lo que ante el tribunal, formado por Valdés Fauli, Domingo Arosamena, Julio Ibarra, el conde de Pozos
Dulces y Luis
Victoriano Betancourt,
decían los examinandos sobre el funesto Alcibíades, el magnánimo Artaxerxes o
los sublimes Gracos. Cuando faltaba Manuel Sellén, profesor de física, Mendive, sin
saber mucho de ciencias exactas, se sentaba a hablarles a los alumnos y los
embelesaba.
Pepe,
con el alma entera en el colegio, prefería trabajar con Mendive a pasear con
sus amigos, ni siquiera con Fermín. Su maestro había traducido las melodías de
Tomás Moore, dedicándoselas al virtuoso pianista Pablo Dervernine. Y el joven,
por seguir esos ejemplos, que tanto le entusiasmaban, quería traducir a
Shakespeare. Pero sus ilusiones —cosas de jovencito— cayeron tronchadas por un
desengaño verdaderamente infantil. La escena de los sepultureros, en la que el
gran poeta inglés hablaba de ratones, le pareció impropia de la grandeza del
autor de Hamlet.
La
poesía de Byron, y su vida embrujada y amoral; sus
amores, sus versos poderosos, llenos de hermosura, le subyugaban. Traduciría el
poema Caín, a Mistery, de tan honda y extrañas visiones. Con ayuda
de un librito, The American Popular Lesson, comenzó sus difíciles
labores. El tempestuoso autor de Harold Child, encabezaba la
primera página, con una dedicatoria a Walter Scott. ¿Quién, fuera de la oscuridad en que
vivimos, preguntábase Abel, puede hacer luz sobre las aguas?
La
noche estaba apoderándose de la biblioteca. Mendive entró en la sala y el
discípulo, absorto en la lectura, no se dio cuenta. El profesor se acercó y no
pudo ocultar su asombro. Martí de pie, abochornado, no encontraba disculpas.
Pensaba en los reproches que merecía la selección del incestuoso poema cuyo
autor había vivido el argumento.
Martí
llegó a representar para su maestro un auxiliar eficaz. Le dictaba sus obras
inéditas; las escenas de su drama La Nube Negra, o algún capítulo
de su novela sobre la sociedad habanera, “donde están como flagelados con
rosas, pero que se les ve pestañar y urdir, los héroes de la tocineta y del
chisme y del falso dandismo”.
Pepe
no estaba nunca en su casa. ¿Dónde se mete Pepe, cuando no va al colegio?
—preguntaba don Mariano a Leonor. Algunas veces, salía en busca del hijo a la
calle. Regresaba irritado, dejando en la puerta las retumbancias de su
genio, mientras Leonor, mostraba en su rostro los gestos de una rebeldía fugaz
para con su marido.
Pepe
había cumplido quince años. Se había aficionado al teatro. Era un maestro, en
buscar pretextos para alejarse del hogar.
Leonor
creía estar en el secreto de tan constantes ausencias, y lo encubría. “Pero
hijo, ya sabes cómo es tu padre”.
Fácil
a las amistades, de verba encantadora, el joven aumentaba sus
relaciones. Se le veía con frecuencia en el gallinero del teatro Tacón o en el
Albisu. Después de amistarse con un peluquero que peinaba y arreglaba a
los artistas, conseguía lunetas, o entradas generales, para estacionarse detrás
de los palcos. El peluquero, entusiasmado con aquel jovencito de ideas
soñadoras, le facilitaba pelucas, cosméticos, brillantinas, perfumes, para que
los entregara a los artistas, y una vez dentro, cuando no podía entrar de otra
manera, se quedaba a ver la función.
El
joven no descuidaba sus estudios. Mendive, autorizado por don Mariano, se había
hecho cargo de costearle su bachillerato El día que aprobaba el examen de
ingreso, con nota de sobresaliente, a su padre lo rechazaban del servicio, por
su “poca aptitud, escasa capacidad y falta de modales”. Era una
injusticia, pero la victoria del hijo quedó opacada por el revés del padre, que
añadía uno más a su vida, sin suerte.
Estos
hechos tan contradictorios tenían más importancia de lo que a primera vista
parecen. El jovencito progresaba. Miraba en torno suyo y no se conformaba. La
vida no podía ser aquella rutina dolorosa de sus antecesores; tampoco la Isla
podía prosperar en la forma en que era tratada. Existían otros horizontes. Por
primera vez sentía el sobresalto de sus ideas. Él quería ser bueno. Ser
culto. Pero quería también ser libre. Las palabras libertad e igualdad las
repetía tan a menudo, que un día su padre mirándolo muy a los ojos, le dijo:
—¿Crees
tú que hemos emprendido tu educación con otra idea?
El
muchacho comprendió el sentido de la frase. Él pensaba en otras libertades que
don Mariano estaba muy lejos de admitir, y que, hasta ahora él, no se había
atrevido a comentar con sus padres, españoles ambos.
Este
conflicto de deberes, este duelo de conciencias, surgía en su corazón con
profundos dolores, mitigado en aquellos días, al calor de la campaña
reformista. Ocupaba el ministerio de Ultramar, don Antonio
Cánovas del Castillo,
y había prometido reformas en la Junta de Información. La atmósfera de la
colonia vibraba llena de esperanzas. El 25 de marzo de 1,866 se verificaron los
comicios, y pese a los esfuerzos del general Domingo Dulce, gobernador de la
Isla, que modificó la ley electoral, durante la campaña, los ganaron los
cubanos. De los diez y seis comisionados electos, doce pertenecían a la
tendencia criolla, y aún los correspondientes al elemento español, o
integrista, parecían favorables a las reformas. Figuraban, entre los
cubanos electos, enamorados de un nuevo trato: el Conde de Pozos Dulces, Nicolás Azcárate, José Antonio
Echeverría, José Morales Lemus, Calixto Bernal, José Antonio Saco. Éste nunca a causa de sus ideas
autonomistas, había podido tomar posesión de sus actas de diputado a Cortes en
Madrid, las varias veces que había sido electo por la Isla.
Cuando
Mendive, rodeado de amigos y compañeros, escuchaba las discusiones sobre las
conveniencias de la Isla, con motivo de aquellas elecciones —equiparación con
las provincias españolas o integración de un régimen semejante al del Canadá—
exclamaba pesimista:
—Todo
eso son maneras de perder el tiempo. España nunca nos concederá nada.
La
curiosidad de Martí y su amor a Cuba, se mezclaba a un afán inmoderado de
hablar de éstas cosas. En su segundo año de bachillerato, se interesaba por la
historia de la Isla, y el trato que España le había dado a su colonia. Se
envanecía de conocer las intimidades del régimen; los continuos esfuerzos de
los cubanos en favor de la independencia desde 1,823, interesado Bolívar en
nuestro favor; las conspiraciones frustradas de Ramón de la Luz y del negro Aponte; el destierro de José Antonio Saco,
en 1,834, porque la juventud seguía entusiasmada sus ideas; los esfuerzos
de Narciso López en 1,850 y 1,851 por
independizar a Cuba; su muerte en garrote vil, por disposición del general Concha; y su frase cautivante, ya en las
gradas del patíbulo: “Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba”;
la ejecución de Ramón Pintó, en 1,855, por querer libertar a
Cuba; los continuos trabajos revolucionarios, en 1,856, en los EE.UU., de Gaspar Betancourt Cisneros, más conocido por el seudónimo de El
Lugareño; y los múltiples fracasos de las revoluciones anexionistas a EE.UU. en
el quinquenio de 1,854 a 1,859, que faltas del oxígeno de la verdadera libertad
habíanse clausurado con la derrota de los esclavistas del Sur.
Martí
estaba decidido. Audazmente, acompañado de Fermín, formaba filas con
los bijiritas, y contra los gorriones. Era sencillamente asombroso.
¡El, hijo de dos españoles! A sus hermanas les parecía un soberbio adolescente.
Sus padres todavía no sabían nada de aquellos arrebatos.
En
su pasión por estas actividades, había ido más lejos que Fermín. Conversaba con
el maestro. Y le preguntaba:
—¿Qué
pasó en 1,837 con nuestros diputados a Cortes, rechazados por el Parlamento
metropolitano? ¿Ud. cree en un mejor trato para Cuba por parte de España?
—¿Qué pasó? —replicaba Mendive— pues
que expulsaron a los diputados cubanos de las Cortes españolas y nos han
convertido en una miserable colonia.
Martí
abría los ojos y agregaba otras preguntas. Y Mendive, cauteloso, después de
exhalar sus pesimismos, añadía:
—Yo
creo, hijo mío, que los cubanos ya merecemos nuestra propia patria. Pero
estas cosas no se pueden hablar con todo el mundo.
Martí,
con incansable anhelo, se puso a estudiar la cuestión de Cuba, en cuanto libro
trataba del asunto. Maduraba este pensamiento con rapidez. Acosaba a preguntas
a José Ignacio Rodríguez, otro de sus profesores, que se proyectaba cerca de él
con cariñosa simpatía, y lo invitaba a almorzar, o a pasear por el Calabazar,
de Santiago, o por la villa de Guanabacoa, donde vivían distinguidas y
aristocráticas familias, y habían grandes casonas de jardines y patios
cultivados con esmero.
Rodríguez,
mentalidad lógica y erudita se mostraba pesimista con respecto al futuro de la
Isla. La Metrópoli, dirigida por políticos mediocres y ambiciosos, —aseguraba—
engañaría una vez más a los liberales. Las sesiones de la Junta de Información
—le escribía un amigo desde Madrid— resultaban un fracaso, un engaño, una
burla. Aunque todavía el Conde de Pozos Dulces y Azcárate, esperaban tratar la
cuestión política, las perspectivas, con respecto a los temas económicos y
sociales, según Morales Lemus, verdadero jefe de los reformistas, dejaban poco
margen a las ilusiones de los que como Rodríguez aspiraban a situar la Isla dentro de un régimen de
libertades públicas, en el que los cubanos criollos tuvieran participación.
Martí
regresaba al colegio, más rebelde, más decidido en su amor a la libertad y a su
patria. Desde lejos, cuando no lo dejaban estar en la sala, contemplaba a
Mendive, vestido de dril blanco, oyendo la comedia que le recitaba Tomás
Mendoza. O lo atisbaba en los largos paseos del colgadizo, cuando callada la
casa sin luz en la noche y sin el rumor de las hojas, su maestro, en plena
inspiración componía unas sextillas que parecían latigazos y las recitaba en
alta voz. Otras veces, en las discusiones sobre literatura y poesía, lo
escuchaba defendiendo de los hispanófobos y de los “literatos de enaguas”, la
gloria cubana que querían quitarle a la Avellaneda, porque había aceptado el homenaje
que el Duque de la
Torre, casado con una
criolla, durante su mando, había organizado en su honor, en La Habana, en el
Teatro Tacón, hacía cuatro años.
“¡Oh,
aquel enamorado de la belleza la quería en las letras como en las cosas de la
vida, y no escribía jamás sino verdades de su corazón!”
Pepe
había entrado, definitivamente, en el alma del maestro.
Y
éste no tenía secretos para él. Un día le llamó con cierto aire de misterio y
le entregó su reloj para que se lo empeñara. “Tú sabes —le dijo en voz
baja— tengo que socorrer a un amigo en desgracia”. Cuando el joven
regresó con el importe del préstamo, seis onzas, Mendive al oído le dijo el
nombre del amigo. Era un poeta. Un poeta como ellos dos. Esta actitud, de su
amado Mendive, le inspiró al joven una idea generosa. Reunió a sus compañeros y
les propuso hacer una colecta “para regalarle un reloj al director”. Con
lágrimas en los ojos, se lo ofreció. Y se abrazaron.
Además
de sus estudios, Pepe Martí, realizaba otras tareas en el colegio. Vigilaba a
Salvador, el criado, y le obligaba a barrer el suelo, a sacudir el polvo de las
mesas, y a pasar una esponja, bien húmeda, por pizarras y carpetas.
Confeccionaba los recibos al cobro, le recogía la firma al director, y salía a
hacerlos efectivos. Pero su maestro le reciprocaba con amor de padre. Cuando
Pepe se examinó de matemáticas, y obtuvo sobresaliente, y disputó más tarde el
premio con Anastasio Mejías, que fue luego un sabio en la materia, y le
derrotó, obteniendo el premio, Mendive hizo publicar sueltos elogiosos
en El Siglo y en El Eco de La Habana, alabando su
inteligencia y su admirable aprovechamiento.
José Martí, era un estudiante notable.
En septiembre, el balance era el siguiente: latín, sobresaliente, gramática,
sobresaliente. Y aspiraba a los premios. En latín no tuvo contrincantes, pero
en gramática se presentó un adversario formidable, José Antolín del Cueto. Éste, costeaba sus estudios, a
fuerza de premios. Tema: clasificación de las figuras de dicción. Si son
necesarias y de serlo determinar los casos. Cueto, era lógico y metódico.
Martí, lírico y exaltado. Cueto sería uno de los más grandes profesores y
abogados de la Isla, y haría un gran bufete. Martí uno de los más grandes
patriotas cubanos y fundaría una república. Triunfó Martí.
Cuando
Mendive y su esposa Micaela pasaron por el dolor de perder a su único hijo
varón, Martí y Pancho Sellén, les dedicaron sendos poemas. Martí había
plagiado a su maestro, al decir que el “dolor ennoblecía y elevaba los
espíritus”. Las lágrimas de Micaela le parecieron perlas; la muerte de
Miguel Ángel, una ascensión al cielo. Lo veía, en su férvida poesía, sonrosado,
“inmóvil como un lirio blanco que se apaga”. En el verso de Sellén, que
quería “consolar y esparcir por el mundo castellano las bellezas”, debió
intervenir la censura. Donde decía: “De Bolívar y de Washington”, la gloria,
Mendive escribió: “De Harmodio y Aristogiton, la gloria”.
Las
noticias, de Madrid, con respecto a la Junta de Información, parecieron, en las
cartas privadas, de los cubanos, atentos a esa actividad política, arrojar
alguna luz. Ambos bandos, es decir, reformistas e integristas; los primeros,
sostenedores de un nuevo trato, y los segundos, mantenedores de la integridad
nacional, sin concesiones, habían llegado a un acuerdo en lo económico.
Desenvolvieron,
sin duda, el gran pensamiento de suprimir las aduanas, de concederse
franquicias, y de establecer, con la metrópoli, el comercio de cabotaje, que
hubiera dado a Cuba un gran impulso y habría permitido, por otra parte,
enhebrar relaciones comerciales con los Estados Unidos. De haber prosperado
este plan, Cuba pasaba del mercantilismo al libre cambio; se reorganizaba el
régimen fiscal, a base de un impuesto del seis por ciento a las rentas de los
capitales, y se creaba un banco de emisión y una moneda provincial. Además, derogábanse
los derechos diferenciales, que gozaba la marina mercante española.
Pero
esta esperanza se desvaneció. El 12 de febrero de 1,867, Su Majestad dictó
un decreto que contradecía todos los principios y progresos obtenidos en el
acuerdo de ambas tendencias. Y se establecía un impuesto del diez por ciento
sobre la renta líquida colonial, dejando vigentes veinte y dos renglones por los
que recaudaban las aduanas; la gran mayoría de las setenta y siete
contribuciones que pesaban sobre las riquezas cubanas; y todas las gabelas y
tasas, así como las demás exacciones que eran infinitas.
¡Cuarenta millones de pesos
costaba a Cuba aquel abusivo y expoliador decreto de la monarquía borbónica!
Dos
meses después, expiró la Junta de Información en los brazos adversos del
Ministro de Ultramar. Los dictámenes de cubanos y puertorriqueños, estos
también tomaban parte en aquella asamblea, tuvieron que ser impresos de modo
subrepticio. Y los reformistas cubanos, al regresar a la Isla,
comprendieron que habían “arado en el mar”.
El
fracaso de la Junta de Información marcaba el fin de una época.
Una
tarde, en aquellos días tristes y solitarios, en que reunidos, los reformistas,
en casa de Mendive, comentaban el naufragio de las esperanzas criollas,
apareció don Mariano, en busca de su hijo: —Vamos, no quiero que andes como un
marrano. Te llevaré a comprar un sombrero y unas camisas.
Antes
de retirarse, el joven se aproximó a un pupitre y le dejó a Mendive esta nota:
“Hasta mañana, y mande a su discípulo que le quiere como un hijo”.
Llegó
a su casa asustado. ¿Qué le pasaba a su padre? La incertidumbre y el temor se
desvanecieron. Pero no podía disolver la enorme inquietud que le dominaba.
Acompañaba sus estudios con aquella insaciable sed de lecturas que salpicaba de
hermosos versos. Sus hermanas, le adoraban, y conocedoras de su gran
inspiración, le recordaron que la pasada nochebuena, les había ofrecido unos
versos. Y se puso a escribirlos. Antonia y Amelia, aparecieron como “dos
ángeles que habitan un pobre nido, por donde ya asomaban los lobeznos”.
¡Oh, hermanas mías, no se corten las alas; no lloren por no ver los cielos!
Con
Ana era más cariñoso aún, pero menos luminoso. Él lo comprendió: “Hermana
mía, perdóname estas malas poesías. Así han brotado y nunca enmendaré lo que
escriba para ti”.
A
Chata, con quién retoza en el patio, mientras sembraban unas flores, “la
hiere sin querer en la frente, con el palo de una guataca”.
Tomado
de Martí,
ciudadano de América.
New York, Las Américas Publishing Company, 1,965.
Sobre
el autor: Carlos
Márquez Sterling (Camagüey, 1,898 – EE.UU., 1,991) fue escritor, periodista y
político, sobrino
del eminente y también periodista y político Manuel Márquez Sterling. Desde
joven, mantuvo una vida política muy activa. Fue miembro de la Academia de
Historia de Cuba. Presidió la Asamblea Constituyente de 1,939, tras la renuncia
de Ramón Grau San Martín. Fue Ministro de Educación y Trabajo. En 1,958 fundó
el Partido del Pueblo Libre, para presentarse a las elecciones fraudulentas
organizadas por el General Fulgencio Batista.
En
1,961 se radicó en Nueva York,
e impartió clases en la Universidad de Columbia y en C. W. Post College. En 1,979,
se retiró a la ciudad de Miami, ciudad en la que falleció. Falleció en dicha
ciudad el 3 de mayo de 1,991, a los 92 años de edad. Entre sus numerosos libros
se encuentran Historia de la isla de Cuba, Historias entre
Cuba y los Estados Unidos y El Bayardo de la Revolución Cubana.
El
Editor ha introducido
subrayados, cursivas o negritas, en el texto original que puede leer en
elcamaguey.org
Fuente: https://www.elcamaguey.org/carlos-marquez-sterling-el-colegio-de-mendive
Comentario
del Editor: la Guerra
Hispano-cubana-estadounidense concluyó con el Tratado de París, donde no fue
invitada la delegación de los que habían derrotado al ejército español.
En esa Conferencia espuria, se estableció que las Ordenes Militares y demás
disposiciones del Gobierno Interventor del General Leonardo Wood,- que hizo
muchas obras buenas-, eran inamovibles, inmodificables.
Ello
significó que todo lo que el gobierno español expropio a los patriotas que
lograron derrotar al ejército español, al costo de medio millón de víctimas
civiles y combatientes cubanos, no podrían recuperar sus legítimas propiedades. Nuestra burguesía progresista fue
expropiada en nombre de los intereses y apetencias de los EE.UU. de
Norteamérica. Francisco Vicente Aguilera,-el de los billetes de cien pesos
y uno de los hombres más ricos de Cuba, que puso sus bienes al servicio de la
Libertad-, murió en la absoluta miseria.
Los
EE.UU. de Norteamérica
se apoderaron de la ruta hacia Asia, con la ocupación de Filipinas, además de
las islas del Pacifico, Puerto Rico, etc. De hecho: fue la
consagración de los EE.UU. como gran potencia mundial en superioridad al Reino
Unido, que desde finales del siglo XIX, había comenzado su decadencia. Los cultivadores norteamericanos
compraron precio de saldo, las “propiedades”
agrícolas de los que sirvieron a España. La insurrección contra Machado
de 1,933 terminó con la Enmienda Platt y con las reformas sociales que impuso
Antonio Guiteras Holmes. “La “revolución del 33 NO se fue a bolina”.
Existe una evidente igualdad histórica entre aquellos hechos y los actuales: EE.UU. se entromete,- con apetito voraz-, en la guerra que desató Rusia contra Ucrania para apoderarse de sus riquezas minerales, carboníferas, etc. Pretende el Sr. Presidente Trump las tierras raras, el petroleó, grano y el dominio de su aliado el Presidente Putin. La Historia no es la repetición de nombres y cargos, sino del cambio social, técnico y por ende político, que ocurre en un período de la Humanidad. Hoy, es como si estuviéramos en la antesala de la II Guerra Mundial, con el nacismo amenazando al resto del mundo. Si tenemos miedo, sí reculamos, terminaremos como esclavos.