lunes, 24 de febrero de 2025

561. 24 de febrero de 1,895 se reinició en Cuba la lucha por lograr la independencia.

El colegio de Mendive (de Martí, ciudadano de América). Por Carlos Márquez Sterling.

Suave lánguida, habiendo engruesado y con una nube en un ojo, Leonor Pérez, próxima a los cuarenta años, esperaba al esposo y al hijo, rodeada de sus cuatro hijas hembras, en la modesta vivienda de la calle de Jesús Peregrino, donde ahora moraban, más desahogadamente.

Leonor no era una mujer vulgar. Inteligente, viva de genio, simpática, había aprendido en sus mocedades a leer y escribir en casa de unas amiguitas y sentía renovarse, en su hijo, sus anhelos de sabiduría. 


La imagen más antigua de José Martí que se conserva.

—Vamos, Pepe —decía orgullosa— recítame otra vez esos versos.

Abrazaba y besaba a su hijo, con ternura, mientras don Mariano, preguntábase (sic) íntimamente de quién podía haber heredado la vena poética, este fruto de sus amores.

Cuando se terminaron los festejos pascuales de 1,862 y la celebración del cumpleaños, disipándose los vapores de estos días despreocupados y felices, que esparcían el buen humor de la familia, Leonor, incansable, con ese sexto sentido que distingue a las mujeres, renovó abiertamente la necesidad de enviar a Pepe al colegio. En la escuelita del barrio, su hijo resultó el más distinguido. Había ganado una medalla con notas de sobresaliente en la clase de inglés. Era un niño excepcional. Le atraían, con embeleso, las figuras idealistas de la Historia.

Don Mariano refunfuñaba, pensando en la capitanía, pero ya no encontraba argumentos válidos. Después de discutir con su esposa, reforzada por Arazosa, partidario decidido de Pepe, se rindió.

—Bueno; está bueno. El muchacho irá al colegio.

A principios de 1,863, la colonia se hallaba esperanzada en la creencia de que la Metrópoli finalmente concedería reformas a la Isla. Habíase convocado a los ayuntamientos para elegir comisionados a una Junta de Información. Esta debía celebrarse en Madrid y estudiar un nuevo orden para Cuba.

A don Mariano la política no le interesaba. Su situación económica no era tan estrecha como en años anteriores. La casa en que vivían era propia y poseían otra en la calle de Peñalver, cerca de la calzada de San Luis Gonzaga, amplia avenida que desembocaba en el paseo de Carlos III, en extramuros.

La causa de este relativo bienestar era el deceso de doña Rita.

Su suegra había seguido al más allá a don Antonio, y les dejaba el capitalito (sic) que, por gananciales, le había correspondido.

Pocos días después de aquella conversación con su marido, acerca del porvenir de Pepe, doña Leonor entraba, con su hijo, en la academia de San Anacleto. Su director, don Rafael Sixto Casado, cuya alta estatura y bondad predisponían en su favor, la escuchaba con benevolencia[1].

Hay un inconveniente para admitir al niño. Han pasado tres meses del curso. ¿Cree Vd. que Pepe podrá recuperar el tiempo perdido?

Doña Leonor guardaba silencio, pero el muchacho se irguió decidido y aseguró que él haría todo lo posible por vencer ese obstáculo. Don Rafael, sonriendo, descartó los obstáculos. Pepe lo había impresionado favorablemente.

A los diez años de edad, José Martí era huraño y retraído. Sus compañeros lo creían vanidoso, y altivo. Esta creencia, que él advertía, contribuía a exaltarlo. Jamás tomaba parte en los recreos. Solitario y esquivo, estudiaba sus lecciones, dando pruebas en clase de su gran capacidad. En realidad, no había tales exclusivismos. Se sentía acomplejado. Los demás escolares vestían bien, se hacían acompañar de criados y de sirvientes; llegaban en quitrines o en coches. Pepe venía solito, mal vestido, con pobreza, su trajecito deslucido y raído, el único que tenía.

Al cabo de cierto tiempo, un adolescente que le mostraba simpatía, lo buscaba a la salida de clase, se le sentaba a su lado en las aulas, y venció sus desvíos, hijos de su carácter emocional. Era rico y se llamaba Fermín Valdés Domínguez.

Cuando a la caída de la tarde, sus tareas, y las obligaciones que aún le enviaba su padre desde la capitanía, le dejaban tiempo libre, Pepe leía vorazmente. Su interés vivía pendiente de la guerra del Sur contra el Norte, que amenazaba destruir la poderosa república fundada por Jorge WashingtonLa Cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, conquistaba su ánimo en favor de las ideas del Norte. La libertad. La esclavitud. LincolnGrantLee. ¡Qué figura más grande del. pensamiento universal la del presidente emancipador! Aquella guerra tenía un ritmo impresionante de agitada exaltación y representaba, para las ideas de nuestro continente, una decisión fundamental. Fermín, por el contrario, era confederado. Había oído decir, en su casa, que Cuba estaría mejor unida a la Confederación que presidía Jefferson Davis.

—Desengáñate, Pepe, gana el Sur.

—Oh no, Fermín, no. Estás equivocado. Triunfa el Norte, que defiende la emancipación de los esclavos.

Fermín se batía en retirada, vencido por los argumentos de aquel amigo al que admiraba profundamente.

—Pepe, vámonos al puerto a ver los barcos americanos.

Cuando llegaron las vacaciones, las ilusiones de Pepe se derrumbaron violentamente. Su padre, contra la voluntad de Leonor, se lo llevó nuevamente a la capitanía.

En el partido judicial del Hanábana, cerca de las costas, sucedía algo raro ... Puesto al acecho, Mariano Martí descubrió la pista de un desembarco clandestino de africanos, destinados a la esclavitud. Y se dispuso a sorprender el contrabando y a prestar este servicio a la administración del general Dulce. ¿Llevó a su hijo? A juzgar más tarde, por la descripción, que hiciera éste, es presumible que acompañó a su padre.

Siguiendo la pista, se trasladaron a la costa. Era una oscura noche surcada de rayos que iluminaban con los relámpagos las nubes a ras de tierra. “Junto a la orilla se pegaba el barco, del cual iban saliendo, ciento a ciento, los negros por el ancho portón que a flor de tierra abría la goleta. Silbaba el viento; los almácigos copudos arrastrábanse por el suelo, y la hilera de esclavos desnudos, resbalando el agua por el ébano de sus carnes, formaba un ejército desolador”.

Mariano Martí sufrió la decepción más cruel de su carrera. Lo cesantearon, fulminantemente. Cabe decir que lo despidieron por honrado. Días después, entregaba las insignias a Manuel Aragón, el mismo sujeto a quién había sustituido por estar acusado de practicar la trata. Posteriormente, un funcionario de apellido Ibáñez, explicaba, entre líneas, en una comunicación, que la honradez de Mariano Martí y los negocios del teniente-gobernador de Colón, eran incompatibles. En realidad, lo habían separado del cargo sin justificar las razones que para ello se habían tenido en cuenta.

Después de esta arbitrariedad, a Mariano Martí se le hizo pequeña la Isla. Decidió correr fortuna. Lo agitaba de nuevo la inconformidad. Se embarcó con su hijo hacia Honduras Británicas. Regresó fracasado. Todos estos tropiezos, quién lo diría, beneficiaron al hijo. Presionado Mariano por su mujer, por las niñas, que admiraban al hermano, y por el compadre Arazosa, decidió educar definitivamente a Pepe, y encomendó su retoño a la tierna y bondadosa sabiduría de don Rafael María Mendive, que dirigía un gran colegio.

José Martí tenía ya doce años. Los ojos de ensueño, el semblante agradable en el óvalo del rostro coronado por la amplitud del frontal, robusto y vigoroso.

Acostumbrado Mendive a descubrir conciencias y a leer en ellas, le fue fácil penetrar la de este nuevo discípulo. Al muchacho le entusiasmó el maestro. Le impresionaba aquella palabra que brotaba fluida de sus labios carnosos y gruesos, la barba y las cejas pobladas, la mirada triste…

Después del maestro, lo más atractivo era su biblioteca, repleta de libros y de folletos, amontonados en anaqueles, en mesas y sillas, y hasta en el suelo. Pepe, adelantaba prodigiosamente en sus estudios, y pudo registrar en ella a sus anchas, y parecía una mariposa quemándose alrededor de la luz. A medida que la relación con Mendive se hacía más íntima, se apoderó de su espíritu una rara sensación. Se sintió dominado por la poesía del profesor. ¿No se parecía él a su maestro? Alegremente descubría estos estados de ánimo. Su alma estaba toda en el colegio. Su madre comprendía y estaba contenta. Pepe se aprendió de memoria los versos de don Rafael María, en la soledad de sus horas emocionadas. Y es posible, que al recitarlos, creyera que eran suyos.

Mendive era un filósofo. Se inspiraba, en el recuerdo de don José de la Luz y Caballero, el educador cubano por excelencia, director del colegio El Salvador, muerto pocos años antes, a quien las autoridades españolas acusaban de adoctrinar en el separatismo a los nativos matriculados en su maravillosa academia, preparándolos para luchar por la independencia de la Isla y la creación de la República de Cuba.

La niñez de Mendive discurrió en la abundancia, en “la paz de un hogar dichoso y bien provisto a un molde de sosiego”[2]. Al arruinarse su padre, su hermano mayor, Pablo, fue el encargado de prodigarle los conocimientos más elementales. Pobre y melancólico, Mendive cursaba sus estudios en la adoración de un pasado que recordaba los tiempos de oro de su familia. Había comprendido, al hallarse en la escasez que la vida no era un cuento de hadas. Y su poesía se teñía suavemente de ese sentido, serenamente triste, que trasmitió, sin pensarlo, a su mejor discípulo.

La vida convirtió a Mendive en un desengañado. A los cuarenta y cuatro años era un escéptico. Dentro de su escepticismo admitía lo fundamental de la vida en las aspiraciones de los cubanos. No obstante, su anhelo de ver libre a su país, Mendive volaba con las alas rotas. Su deseo de visitar Europa; de fijar sus ojos una vez siquiera en aquellos cielos bajo cuyo soberano influjo habían nacido tantos y tan celebrados poetas, sabios, músicos y pintores, constituía su sueño dorado. Desesperanzaba del porvenir. El pasado surgía lleno de un colorido deslumbrador. En muchas descripciones y épocas estaba en lo cierto. Sus viajes eran pinturas de raras imágenes. Conversar con Mendive era fascinante. A veces se refería a Domingo del Monte, con excesos en el calificativo favorable. Otras, torcía los labios, y hacía un gesto dubitativo. Ambos habían escrito para un periódico y don Rafael lo mencionaba con entusiasmo: El Correo de Ultramar.

En Nueva York había tenido el privilegio de tratar al Padre Varela, diputado por Cuba a las Cortes de Cádiz, desterrado de Fernando VII, y perseguido por la Metrópoli. Después de un breve pasaje autonomista Varela había abrazado la causa del separatismo, y vivía, en San Agustín, en la Florida. Allí lo visitaban sus discípulos, hasta su muerte, acaecida en la segunda mitad del siglo XIX.

En Italia, la patria de los Borgia y de los Médicis, misteriosa, y artística, Mendive se entusiasmaba hablando de Roma, Florencia y Nápoles. ¿Y qué decir de París? Aquí se encontraba en diciembre de 1,851, cuando el golpe de estado de Napoleón III, y había visto, abandonar la capital del mundo, perseguidos por la reacción, a Víctor Hugo y Alfonso de Lamartine, los poetas más leídos del mundo.

Las inequívocas inclinaciones a soñar bajo otros cielos de este desconsolado bardo fueron muy pronto advertidas por su discípulo que no veía las cosas del mismo color que su maestro. Mendive era un sentimental. La cuerda que mejor sonaba en su lírica era la del amor. Su alma se dilataba en el seno de la naturaleza. La inmensidad de los cielos, el brillo de los astros, la oscura pompa de las selvas, la plata de los arroyos, eran su inspiración. Entonces, adormecido en brazos de una soñadora idealidad, divinizada por Byron, cantaba con la espontaneidad y sencillez con que trina el ruiseñor en los bosques...

Cuando los lazos de esta respetuosa relación establecida entre profesor y alumno fueron haciéndose más íntimos, Pepe, lector insaciable, había leído una buena parte de aquella biblioteca que le viéramos atisbar desde su entrada en el colegio. En ella, en amable correspondencia al ejemplar de las Pasionarias de Mendive, existía un libro de versos de Longfellow, autor de “La Sonrisa de la Virgen”, en que el admirable bardo norteamericano había escrito, una cariñosa dedicatoria, para Mendive.

A Martí, le parecía Longfellow un gran poeta, un hombre que había domado un águila. Sentía, a veces, leyéndolo, una blanda tristeza, como quien ve a lo lejos, en la sombra negra, rayos de luna; y otras, creía percibir, en su ritmo impresionante, prisa de acabar, o duda de la vida posterior, o espanto de conocerse y se le llenaban de relámpagos los ojos.

Mendive, como Luz Caballero, como el Padre Varela, como Domingo del Monte, demostraba, en todo momento, su afán de servir al progreso y a la cultura de la Isla, en vísperas de la Guerra de los Diez Años. Había obtenido la dirección del colegio San Pablo, en unas oposiciones, pues de otra manera jamás lo hubieran nombrado. En los estudios, tal como lo recomendaba el conde de Pozos Dulces, que por estos tiempos se hallaba defendiendo las “reformas”, desde la dirección del periódico El Siglo, Mendive decía que había que armonizar la inteligencia y el corazón. Él lo había logrado. Su sensibilidad, aliada a su inteligencia, formaban una rara mixtura que trasmitía a sus discípulos. La significación de sus clases, asociadas a sus recuerdos en los que mezclaba la familia al amor de la Isla, eran denunciadas por el uso de ciertas palabras. La patria... Seguramente, el maestro no aludía a España.

Al tratar temas tan peligrosos, abordándolos con valentía, Mendive hablaba de los hombres del porvenir. Quería borrar todas las prevenciones, todas las sospechas, todos los prejuicios de la educación rutinaria para que el niño al volver ya hombre al seno de la familia a labrarse un porvenir no se convirtiera en una sombra, sino en una estrella que iluminara el mañana. El apotegma de Luz Caballero surgía siempre. “Hombres es lo que se trata de formar...”

Mendive estaba casado en segundas nupcias con Micaela Nin. Y este hogar le parecía a Martí “una casa toda de ángeles”. Se había acostumbrado tanto al colegio, que las tareas le eran fáciles y agradables. Las horas en su casa se le hacían interminables. Cuando su padre lo obligó a trabajar, en una bodega, su antítesis, se horrorizó, y mostraba su rebeldía y su disgusto.

¡Qué mundos tan diferentes recorría este joven a diario!

Don Mariano, amargado no hacía más que rezongar y gruñirle a su hijo. Mendive, al contrario, lo estimulaba, lo animaba cariñosamente, y le celebraba su talento.

Este saldo de actitudes lo alejaba de su casa. Era el reverso de su espléndida medalla de ensueños. Jamás le dirá adiós a su panorama espiritual. Escuchaba voces interiores y se estremecía. Contemplaba escenas confusas. Como aquellas que solía desentrañar, en su niñez, en los crepúsculos del Hanábana. Alegorías de nubes y de cielo. Acaso una soñada epopeya. Su maestro decía que la salvación de la vida estaba en el sufrimiento. ¿Quién sufría más que él?, se preguntaba exaltado. ¡Oh, sí, la vida sin dolor no es un verdadero poema!

Valdés Domínguez, estudiaba en el colegio de Mendive y veía, encantado ascender, a su amigo, a los lugares cimeros de la clase. Pepe, ya no era esquivo. Ahora conquistaba, sin grandes esfuerzos. Brotaba de todos sus actos un calor de humanidad que persuadía y obtenía sus primeros triunfos. Mendive lo amaba paternalmente, y cuando dictaba su lección de historia, subrayaba con entonación los grandes ejemplos, desde Graco hasta Bolívar.

Después de las clases, las hijas de Mendive interrumpían el bordado bajo la lámpara de la sala o escuchaban detrás de las persianas, cuando las expulsaban por traviesas, lo que ante el tribunal, formado por Valdés FauliDomingo Arosamena, Julio Ibarra, el conde de Pozos Dulces y Luis Victoriano Betancourt, decían los examinandos sobre el funesto Alcibíades, el magnánimo Artaxerxes o los sublimes Gracos. Cuando faltaba Manuel Sellén, profesor de física, Mendive, sin saber mucho de ciencias exactas, se sentaba a hablarles a los alumnos y los embelesaba.

Pepe, con el alma entera en el colegio, prefería trabajar con Mendive a pasear con sus amigos, ni siquiera con Fermín. Su maestro había traducido las melodías de Tomás Moore, dedicándoselas al virtuoso pianista Pablo Dervernine. Y el joven, por seguir esos ejemplos, que tanto le entusiasmaban, quería traducir a Shakespeare. Pero sus ilusiones —cosas de jovencito— cayeron tronchadas por un desengaño verdaderamente infantil. La escena de los sepultureros, en la que el gran poeta inglés hablaba de ratones, le pareció impropia de la grandeza del autor de Hamlet.

La poesía de Byron, y su vida embrujada y amoral; sus amores, sus versos poderosos, llenos de hermosura, le subyugaban. Traduciría el poema Caín, a Mistery, de tan honda y extrañas visiones. Con ayuda de un librito, The American Popular Lesson, comenzó sus difíciles labores. El tempestuoso autor de Harold Child, encabezaba la primera página, con una dedicatoria a Walter Scott. ¿Quién, fuera de la oscuridad en que vivimos, preguntábase Abel, puede hacer luz sobre las aguas?

La noche estaba apoderándose de la biblioteca. Mendive entró en la sala y el discípulo, absorto en la lectura, no se dio cuenta. El profesor se acercó y no pudo ocultar su asombro. Martí de pie, abochornado, no encontraba disculpas. Pensaba en los reproches que merecía la selección del incestuoso poema cuyo autor había vivido el argumento.

Martí llegó a representar para su maestro un auxiliar eficaz. Le dictaba sus obras inéditas; las escenas de su drama La Nube Negra, o algún capítulo de su novela sobre la sociedad habanera, “donde están como flagelados con rosas, pero que se les ve pestañar y urdir, los héroes de la tocineta y del chisme y del falso dandismo”.

Pepe no estaba nunca en su casa. ¿Dónde se mete Pepe, cuando no va al colegio? —preguntaba don Mariano a Leonor. Algunas veces, salía en busca del hijo a la calle. Regresaba irritado, dejando en la puerta las retumbancias de su genio, mientras Leonor, mostraba en su rostro los gestos de una rebeldía fugaz para con su marido.

Pepe había cumplido quince años. Se había aficionado al teatro. Era un maestro, en buscar pretextos para alejarse del hogar.

Leonor creía estar en el secreto de tan constantes ausencias, y lo encubría. “Pero hijo, ya sabes cómo es tu padre”.

Fácil a las amistades, de verba encantadora, el joven aumentaba sus relaciones. Se le veía con frecuencia en el gallinero del teatro Tacón o en el Albisu. Después de amistarse con un peluquero que peinaba y arreglaba a los artistas, conseguía lunetas, o entradas generales, para estacionarse detrás de los palcos. El peluquero, entusiasmado con aquel jovencito de ideas soñadoras, le facilitaba pelucas, cosméticos, brillantinas, perfumes, para que los entregara a los artistas, y una vez dentro, cuando no podía entrar de otra manera, se quedaba a ver la función.

El joven no descuidaba sus estudios. Mendive, autorizado por don Mariano, se había hecho cargo de costearle su bachillerato El día que aprobaba el examen de ingreso, con nota de sobresaliente, a su padre lo rechazaban del servicio, por su “poca aptitud, escasa capacidad y falta de modales”. Era una injusticia, pero la victoria del hijo quedó opacada por el revés del padre, que añadía uno más a su vida, sin suerte.

Estos hechos tan contradictorios tenían más importancia de lo que a primera vista parecen. El jovencito progresaba. Miraba en torno suyo y no se conformaba. La vida no podía ser aquella rutina dolorosa de sus antecesores; tampoco la Isla podía prosperar en la forma en que era tratada. Existían otros horizontes. Por primera vez sentía el sobresalto de sus ideas. Él quería ser bueno. Ser culto. Pero quería también ser libre. Las palabras libertad e igualdad las repetía tan a menudo, que un día su padre mirándolo muy a los ojos, le dijo:

—¿Crees tú que hemos emprendido tu educación con otra idea?

El muchacho comprendió el sentido de la frase. Él pensaba en otras libertades que don Mariano estaba muy lejos de admitir, y que, hasta ahora él, no se había atrevido a comentar con sus padres, españoles ambos.

Este conflicto de deberes, este duelo de conciencias, surgía en su corazón con profundos dolores, mitigado en aquellos días, al calor de la campaña reformista. Ocupaba el ministerio de Ultramar, don Antonio Cánovas del Castillo, y había prometido reformas en la Junta de Información. La atmósfera de la colonia vibraba llena de esperanzas. El 25 de marzo de 1,866 se verificaron los comicios, y pese a los esfuerzos del general Domingo Dulce, gobernador de la Isla, que modificó la ley electoral, durante la campaña, los ganaron los cubanos. De los diez y seis comisionados electos, doce pertenecían a la tendencia criolla, y aún los correspondientes al elemento español, o integrista, parecían favorables a las reformas. Figuraban, entre los cubanos electos, enamorados de un nuevo trato: el Conde de Pozos Dulces, Nicolás AzcárateJosé Antonio EcheverríaJosé Morales LemusCalixto BernalJosé Antonio Saco. Éste nunca a causa de sus ideas autonomistas, había podido tomar posesión de sus actas de diputado a Cortes en Madrid, las varias veces que había sido electo por la Isla.

Cuando Mendive, rodeado de amigos y compañeros, escuchaba las discusiones sobre las conveniencias de la Isla, con motivo de aquellas elecciones —equiparación con las provincias españolas o integración de un régimen semejante al del Canadá— exclamaba pesimista:

—Todo eso son maneras de perder el tiempo. España nunca nos concederá nada.

La curiosidad de Martí y su amor a Cuba, se mezclaba a un afán inmoderado de hablar de éstas cosas. En su segundo año de bachillerato, se interesaba por la historia de la Isla, y el trato que España le había dado a su colonia. Se envanecía de conocer las intimidades del régimen; los continuos esfuerzos de los cubanos en favor de la independencia desde 1,823, interesado Bolívar en nuestro favor; las conspiraciones frustradas de Ramón de la Luz y del negro Aponte; el destierro de José Antonio Saco, en 1,834, porque la juventud seguía entusiasmada sus ideas; los esfuerzos de Narciso López en 1,850 y 1,851 por independizar a Cuba; su muerte en garrote vil, por disposición del general Concha; y su frase cautivante, ya en las gradas del patíbulo: “Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba”; la ejecución de Ramón Pintó, en 1,855, por querer libertar a Cuba; los continuos trabajos revolucionarios, en 1,856, en los EE.UU., de Gaspar Betancourt Cisneros, más conocido por el seudónimo de El Lugareño; y los múltiples fracasos de las revoluciones anexionistas a EE.UU. en el quinquenio de 1,854 a 1,859, que faltas del oxígeno de la verdadera libertad habíanse clausurado con la derrota de los esclavistas del Sur.

Martí estaba decidido. Audazmente, acompañado de Fermín, formaba filas con los bijiritas, y contra los gorriones. Era sencillamente asombroso. ¡El, hijo de dos españoles! A sus hermanas les parecía un soberbio adolescente. Sus padres todavía no sabían nada de aquellos arrebatos.

En su pasión por estas actividades, había ido más lejos que Fermín. Conversaba con el maestro. Y le preguntaba:

—¿Qué pasó en 1,837 con nuestros diputados a Cortes, rechazados por el Parlamento metropolitano? ¿Ud. cree en un mejor trato para Cuba por parte de España?

—¿Qué pasó? —replicaba Mendive— pues que expulsaron a los diputados cubanos de las Cortes españolas y nos han convertido en una miserable colonia.

Martí abría los ojos y agregaba otras preguntas. Y Mendive, cauteloso, después de exhalar sus pesimismos, añadía:

—Yo creo, hijo mío, que los cubanos ya merecemos nuestra propia patria. Pero estas cosas no se pueden hablar con todo el mundo.

Martí, con incansable anhelo, se puso a estudiar la cuestión de Cuba, en cuanto libro trataba del asunto. Maduraba este pensamiento con rapidez. Acosaba a preguntas a José Ignacio Rodríguez, otro de sus profesores, que se proyectaba cerca de él con cariñosa simpatía, y lo invitaba a almorzar, o a pasear por el Calabazar, de Santiago, o por la villa de Guanabacoa, donde vivían distinguidas y aristocráticas familias, y habían grandes casonas de jardines y patios cultivados con esmero.

Rodríguez, mentalidad lógica y erudita se mostraba pesimista con respecto al futuro de la Isla. La Metrópoli, dirigida por políticos mediocres y ambiciosos, —aseguraba— engañaría una vez más a los liberales. Las sesiones de la Junta de Información —le escribía un amigo desde Madrid— resultaban un fracaso, un engaño, una burla. Aunque todavía el Conde de Pozos Dulces y Azcárate, esperaban tratar la cuestión política, las perspectivas, con respecto a los temas económicos y sociales, según Morales Lemus, verdadero jefe de los reformistas, dejaban poco margen a las ilusiones de los que como Rodríguez aspiraban a situar la Isla dentro de un régimen de libertades públicas, en el que los cubanos criollos tuvieran participación.

Martí regresaba al colegio, más rebelde, más decidido en su amor a la libertad y a su patria. Desde lejos, cuando no lo dejaban estar en la sala, contemplaba a Mendive, vestido de dril blanco, oyendo la comedia que le recitaba Tomás Mendoza. O lo atisbaba en los largos paseos del colgadizo, cuando callada la casa sin luz en la noche y sin el rumor de las hojas, su maestro, en plena inspiración componía unas sextillas que parecían latigazos y las recitaba en alta voz. Otras veces, en las discusiones sobre literatura y poesía, lo escuchaba defendiendo de los hispanófobos y de los “literatos de enaguas”, la gloria cubana que querían quitarle a la Avellaneda, porque había aceptado el homenaje que el Duque de la Torre, casado con una criolla, durante su mando, había organizado en su honor, en La Habana, en el Teatro Tacón, hacía cuatro años.

“¡Oh, aquel enamorado de la belleza la quería en las letras como en las cosas de la vida, y no escribía jamás sino verdades de su corazón!”

Pepe había entrado, definitivamente, en el alma del maestro.

Y éste no tenía secretos para él. Un día le llamó con cierto aire de misterio y le entregó su reloj para que se lo empeñara. “Tú sabes —le dijo en voz baja— tengo que socorrer a un amigo en desgracia”. Cuando el joven regresó con el importe del préstamo, seis onzas, Mendive al oído le dijo el nombre del amigo. Era un poeta. Un poeta como ellos dos. Esta actitud, de su amado Mendive, le inspiró al joven una idea generosa. Reunió a sus compañeros y les propuso hacer una colecta “para regalarle un reloj al director”. Con lágrimas en los ojos, se lo ofreció. Y se abrazaron.

Además de sus estudios, Pepe Martí, realizaba otras tareas en el colegio. Vigilaba a Salvador, el criado, y le obligaba a barrer el suelo, a sacudir el polvo de las mesas, y a pasar una esponja, bien húmeda, por pizarras y carpetas. Confeccionaba los recibos al cobro, le recogía la firma al director, y salía a hacerlos efectivos. Pero su maestro le reciprocaba con amor de padre. Cuando Pepe se examinó de matemáticas, y obtuvo sobresaliente, y disputó más tarde el premio con Anastasio Mejías, que fue luego un sabio en la materia, y le derrotó, obteniendo el premio, Mendive hizo publicar sueltos elogiosos en El Siglo y en El Eco de La Habana, alabando su inteligencia y su admirable aprovechamiento.

José Martí, era un estudiante notable. En septiembre, el balance era el siguiente: latín, sobresaliente, gramática, sobresaliente. Y aspiraba a los premios. En latín no tuvo contrincantes, pero en gramática se presentó un adversario formidable, José Antolín del Cueto. Éste, costeaba sus estudios, a fuerza de premios. Tema: clasificación de las figuras de dicción. Si son necesarias y de serlo determinar los casos. Cueto, era lógico y metódico. Martí, lírico y exaltado. Cueto sería uno de los más grandes profesores y abogados de la Isla, y haría un gran bufete. Martí uno de los más grandes patriotas cubanos y fundaría una república. Triunfó Martí.

Cuando Mendive y su esposa Micaela pasaron por el dolor de perder a su único hijo varón, Martí y Pancho Sellén, les dedicaron sendos poemas. Martí había plagiado a su maestro, al decir que el “dolor ennoblecía y elevaba los espíritus”. Las lágrimas de Micaela le parecieron perlas; la muerte de Miguel Ángel, una ascensión al cielo. Lo veía, en su férvida poesía, sonrosado, “inmóvil como un lirio blanco que se apaga”. En el verso de Sellén, que quería “consolar y esparcir por el mundo castellano las bellezas”, debió intervenir la censura. Donde decía: “De Bolívar y de Washington”, la gloria, Mendive escribió: “De Harmodio y Aristogiton, la gloria”.

Las noticias, de Madrid, con respecto a la Junta de Información, parecieron, en las cartas privadas, de los cubanos, atentos a esa actividad política, arrojar alguna luz. Ambos bandos, es decir, reformistas e integristas; los primeros, sostenedores de un nuevo trato, y los segundos, mantenedores de la integridad nacional, sin concesiones, habían llegado a un acuerdo en lo económico.

Desenvolvieron, sin duda, el gran pensamiento de suprimir las aduanas, de concederse franquicias, y de establecer, con la metrópoli, el comercio de cabotaje, que hubiera dado a Cuba un gran impulso y habría permitido, por otra parte, enhebrar relaciones comerciales con los Estados Unidos. De haber prosperado este plan, Cuba pasaba del mercantilismo al libre cambio; se reorganizaba el régimen fiscal, a base de un impuesto del seis por ciento a las rentas de los capitales, y se creaba un banco de emisión y una moneda provincial. Además, derogábanse los derechos diferenciales, que gozaba la marina mercante española.

Pero esta esperanza se desvaneció. El 12 de febrero de 1,867, Su Majestad dictó un decreto que contradecía todos los principios y progresos obtenidos en el acuerdo de ambas tendencias. Y se establecía un impuesto del diez por ciento sobre la renta líquida colonial, dejando vigentes veinte y dos renglones por los que recaudaban las aduanas; la gran mayoría de las setenta y siete contribuciones que pesaban sobre las riquezas cubanas; y todas las gabelas y tasas, así como las demás exacciones que eran infinitas.

¡Cuarenta millones de pesos costaba a Cuba aquel abusivo y expoliador decreto de la monarquía borbónica!

Dos meses después, expiró la Junta de Información en los brazos adversos del Ministro de Ultramar. Los dictámenes de cubanos y puertorriqueños, estos también tomaban parte en aquella asamblea, tuvieron que ser impresos de modo subrepticio. Y los reformistas cubanos, al regresar a la Isla, comprendieron que habían “arado en el mar”.

El fracaso de la Junta de Información marcaba el fin de una época.

Una tarde, en aquellos días tristes y solitarios, en que reunidos, los reformistas, en casa de Mendive, comentaban el naufragio de las esperanzas criollas, apareció don Mariano, en busca de su hijo: —Vamos, no quiero que andes como un marrano. Te llevaré a comprar un sombrero y unas camisas.

Antes de retirarse, el joven se aproximó a un pupitre y le dejó a Mendive esta nota: “Hasta mañana, y mande a su discípulo que le quiere como un hijo”.

Llegó a su casa asustado. ¿Qué le pasaba a su padre? La incertidumbre y el temor se desvanecieron. Pero no podía disolver la enorme inquietud que le dominaba. Acompañaba sus estudios con aquella insaciable sed de lecturas que salpicaba de hermosos versos. Sus hermanas, le adoraban, y conocedoras de su gran inspiración, le recordaron que la pasada nochebuena, les había ofrecido unos versos. Y se puso a escribirlos. Antonia y Amelia, aparecieron como “dos ángeles que habitan un pobre nido, por donde ya asomaban los lobeznos”. ¡Oh, hermanas mías, no se corten las alas; no lloren por no ver los cielos!

Con Ana era más cariñoso aún, pero menos luminoso. Él lo comprendió: “Hermana mía, perdóname estas malas poesías. Así han brotado y nunca enmendaré lo que escriba para ti”.

A Chata, con quién retoza en el patio, mientras sembraban unas flores, “la hiere sin querer en la frente, con el palo de una guataca”.

Tomado de Martí, ciudadano de América. New York, Las Américas Publishing Company, 1,965.

Sobre el autor: Carlos Márquez Sterling (Camagüey, 1,898 – EE.UU., 1,991) fue escritor, periodista y político, sobrino del eminente y también periodista y político Manuel Márquez Sterling. Desde joven, mantuvo una vida política muy activa. Fue miembro de la Academia de Historia de Cuba. Presidió la Asamblea Constituyente de 1,939, tras la renuncia de Ramón Grau San Martín. Fue Ministro de Educación y Trabajo. En 1,958 fundó el Partido del Pueblo Libre, para presentarse a las elecciones fraudulentas organizadas por el General Fulgencio Batista.

En 1,961 se radicó en Nueva York, e impartió clases en la Universidad de Columbia y en C. W. Post College. En 1,979, se retiró a la ciudad de Miami, ciudad en la que falleció. Falleció en dicha ciudad el 3 de mayo de 1,991, a los 92 años de edad. Entre sus numerosos libros se encuentran Historia de la isla de CubaHistorias entre Cuba y los Estados Unidos y El Bayardo de la Revolución Cubana.

El Editor ha introducido subrayados, cursivas o negritas, en el texto original que puede leer en elcamaguey.org

Fuente: https://www.elcamaguey.org/carlos-marquez-sterling-el-colegio-de-mendive

Comentario del Editor: la Guerra Hispano-cubana-estadounidense concluyó con el Tratado de París, donde no fue invitada la delegación de los que habían derrotado al ejército español. En esa Conferencia espuria, se estableció que las Ordenes Militares y demás disposiciones del Gobierno Interventor del General Leonardo Wood,- que hizo muchas obras buenas-, eran inamovibles, inmodificables.

Ello significó que todo lo que el gobierno español expropio a los patriotas que lograron derrotar al ejército español, al costo de medio millón de víctimas civiles y combatientes cubanos, no podrían recuperar sus legítimas propiedades. Nuestra burguesía progresista fue expropiada en nombre de los intereses y apetencias de los EE.UU. de Norteamérica. Francisco Vicente Aguilera,-el de los billetes de cien pesos y uno de los hombres más ricos de Cuba, que puso sus bienes al servicio de la Libertad-, murió en la absoluta miseria.

Los EE.UU. de Norteamérica se apoderaron de la ruta hacia Asia, con la ocupación de Filipinas, además de las islas del Pacifico, Puerto Rico, etc. De hecho: fue la consagración de los EE.UU. como gran potencia mundial en superioridad al Reino Unido, que desde finales del siglo XIX, había comenzado su decadencia. Los cultivadores norteamericanos compraron  precio de saldo, las “propiedades” agrícolas de los que sirvieron a España. La insurrección contra Machado de 1,933 terminó con la Enmienda Platt y con las reformas sociales que impuso Antonio Guiteras Holmes. “La “revolución del 33 NO se fue a bolina”.

Existe una evidente igualdad histórica entre aquellos hechos y los actuales: EE.UU. se entromete,- con apetito voraz-, en la guerra que desató Rusia contra Ucrania para apoderarse de sus riquezas minerales, carboníferas, etc. Pretende el Sr. Presidente Trump las tierras raras, el petroleó, grano y el dominio de su aliado el Presidente Putin. La Historia no es la repetición de nombres y cargos, sino del cambio social, técnico y por ende político, que ocurre en un período de la Humanidad. Hoy, es como si estuviéramos en la antesala de la  II Guerra Mundial, con el nacismo amenazando al resto del mundo. Si tenemos miedo, sí reculamos, terminaremos como esclavos.

free counters

No hay comentarios:

Publicar un comentario