miércoles, 12 de agosto de 2009

Cuento: Las Hormigas. Por Rosa Hilda Zell.

Rosa Hilda Zell Peraza: Poeta, escritora, cuentista y periodista nacida en La Habana, Cuba, el 18 de enero de 1910, fallecida en dicha ciudad el 26 de mayo de 1971. Estudió y formó en escuelas religiosas del Sur de los EE.UU., retornando a la Isla con una excelente educación general, poco antes de la crisis azucarera de 1921, que arruina a la familia.
Inicia estudios de escultura en la Academia Nacional de Bellas Artes de San Alejandro, donde se vincula inicialmente al movimiento estudiantil en lucha contra la tiranía del presidente Gerardo Machado. Feminista, liberal, progresista, se integra y participa en la organización y lucha de las mujeres por la igualdad de derechos. Ciudadana estadounidense por ser hija de norteamericano y patricia camagüeyana,- que escribió El Cacique de Darién-, rareza bibliográfica hoy, renunció a su ciudadanía norteamericana, para poder continuar en la lucha del pueblo cubano contra el tirano.
Comienza su labor como traductora y redactora en la Revista X. Desde 1934 es miembro de la redacción de una de las primeras publicaciones destinadas a la mujer en Cuba y A. Latina, la Revista Ellas, donde llega a ser jefe de Redacción, escribiendo una crónica mensual, Motivos del Mes, donde recoge y analiza, entre otros temas, episodios de las guerras de independencia con originalidad y rigor histórico. Colaboró con La Tribuna de Manzanillo, Mediodía, Gaceta del Caribe, Revista Lyceum, periódico El Mundo, la revista Carteles y Lunes de Revolución, del periódico Granma. En 1948 inicia una sección semanal en la prestigiosa revista Bohemia, bajo el seudónimo de Adriana Loredo, que mantendrá hasta que es separada de la revista en 1961.
En los finales de su vida creó guiones para la radio y TV. Tiene una extensa obra poética y cuentística, recogida en su libro Cunda y otros poemas donde narra la vida de animales y de los hombres del campo cubano. Publica en 1960 una selección de sus trabajos de Bohemia, bajo el título Arroz con Mango, igual al de su página semanal.

Fue ante todo, periodista y crítica literaria, realizando investigaciones sobre la calidad de la leche, la protección de los alimentos, la obligatoria traducción al español de los manuales de artículos domésticos vendidos en el país, etc., etc.
De ella, la biógrafa Ana Nuñez Machín, en su libro Mujeres en el periodismo cubano hace el siguiente análisis crítico y de su concepción de la misión del periodista: “En sus crónicas, Adriana –o Rosa Hilda, como queramos llamarla-, trataba disímiles temas… ¿Quién creería que ese artículo está sacado de una sección culinaria? Porque en sus crónicas, Adriana hablaba de todo: de libros, de personas, sucesos, arte, poetas, periodismo y periodistas, y, por supuesto, de cocina también.”

Sobre el periodismo: “Lo que importa (escribía Rosa Hilda) es que uno trate honradamente de cerciorarse de que lo que escribe sea verdad. Si se equivoca, mala suerte, de todos modos, de la discusión sale la luz.”

“La misión del periodista no es buscar causas nobles –o supuestamente nobles-, para servirlas con bellos artículos. La razón de ser del periodista es la búsqueda de la verdad para darle expresión lo más amplia y cumplidamente que pueda, según su capacidad y las circunstancias.” Continúa Machín: “En la búsqueda de la verdad –la que sirvió en platos fuertes y, a veces, en entremés variado, a sus lectores-, cumplió su vida Adriana Loredo.” (Rosa Hilda)

Rosa Hilda fue humanista. No militó en partidos políticos. Antepuso la libertad de pensamiento y acción a cualquier consideración ideológica y luchó consecuentemente por ello, asumiendo las consecuencias de su actitud ante la Vida.

De su libro Cunda y otros poemas, les ofrezco este cuento que parte de un hecho real.

Las Hormigas. En que hombre muere en paz. Por Rosa Hilda Zell.

Era una cordillera interminable que bajaba y subía, que subía y bajaba; mas, para el hombre moribundo, apenas si un parpadeo de luz en la breve mancha de sol del limonero: hormigas. Desde su cama las miraba hoy como las había mirado tantos días, sin quererlo, a pesar de sí mismo, fascinado por su trajín incesante y sin objeto. Vendrían, seguramente, desde la tierra, e iban hacia arriba, o volvían; mas él apenas si las veía un momento, cuando cruzaban por donde el sol, burlando el cerco de las hojas, se apoyaba en el tronco. Entonces irritaban su atención con un cosquilleo de sombras fugaces, con un hervor del borde de la luz, que se hacía y se deshacía constantemente a su paso, hasta que él las miraba, y se le apercían en todo su afán impovidente, unas cargadas, otras no, ligeras todas, buscándose, huyéndose, tocándose con las antenas como con brazos elocuentes, separándose siguiendo su camino, torciéndolo, cambiando de rumbo a cada instante, si iban viniendo y si venían, yendo: hormigas. ¿Y hacían así el trabajo del hormiguero?

Quiso virar la cabeza por dejar de observarlas, pero se contentó con quererlo. Tenía la impresión de haberlo hecho, mas no se había movido; no podía. No podía moverse desde hacia ya dos días. Si un deseo lo asaltaba, sentíalo como en pecho ajeno, mientras su cerebro, impasible, lo mascaba: virar la cabeza… Una oleada de inconsciencia lo cubrió lentamente, tocando sus pies primero. Virar… la… ca… be… za…

Allí estaban aun las hormigas, subiendo y bajando, bajando y subiendo. ¿No se cansarían nunca, no morirían jamás, jamás harían un alto en su tarea? Tontas; completamente desorganizadas. Pasos inútiles, vueltas y revueltas, esfuerzos perdidos. Y así eran casi todas las vidas. Hasta la hora en que, muriendo, se ve toda, y lo que se hizo mal se sabe cómo había que haberlo hecho,- cuando es ya demasiado tarde para hacerlo.

Uno a uno, surgían sus errores; aquí fue imprevisión, allí exceso de confianza; ahora un informe falso, ahora… ¿qué? Lo mismo de siempre: él mismo. Impulsivo, obstinado y torpe. Incapaz de esperar, de coordinar el esfuerzo. Inepto para la lucha. Y, sin embargo, él había querido luchar, había luchado. La bala que lo trajo a esta cama se la metieron en el cuerpo por eso. De noche, por la espalda, una mano desconocida; mas quién la armó, y por qué, él lo sabía. Él y todos; pero ya no importaba. Ya no importaba nada, sino lo que pudo hacer bien, y quedaría mal hecho. Sin remedio, mal hecho.

…Llevaban algunas en la boca un algo blanco y diminuto: comida, tal vez, para el hormiguero, o acaso sus hijos, que alguna vez oyó decir que los traían al sol de esa manera; mas no podía precisar qué fuera, ni le importaba mucho. Pasaban un momento por la luz y se movían en ella, para hundirse en seguida en la sombra de que surgían y hacerse otra vez una con la sombra. Mas la mancha de sol seguía parpadeando con su afán incesante e inútil; como si no se hubieran ido, como si se movieran aun en ella, al calor de su trabajo seguía hirviendo.
Así de niño las había visto pasar por un camino. Era una piedra de cantero, una piedra lisa y blanca por donde tenía su paso el hormiguero; pero él trazó dos rayas con una amapola, y les prohibió el paso. Cuando una las atravesaba, la aplastaba con el pulgar ancho y manchado; pero ellas seguían pasando, camino del trabajo, camino del granero. Seguramente con igual desorganizado afán que estas otras en el tronco del limonero, iban y venían transponiendo sus líneas, y él no daba abasto a matarlas. Morían sin que ninguna, acaso ni aun ellas mismas, supieran que habían muerto; tal vez no sabían tampoco que habían vivido. Morían cumpliendo su tarea, indiferentemente, y el trabajo seguía indiferente. Cruzaban sus fronteras, no porque él se los hubiera prohibido, sino porque les era necesario; y si las mataba, no se percataban de ello. Dejó de matarlas.
Y aun trabajaban de la misma manera. Pensó que habría sus ojos para verlas mejor; mas sus ojos permanecieron inmóviles aunque se reconciliaba con ellas y con sus yerros. Los suyos tampoco importaban gran cosa: la Revolución seguiría a pesar de ellos, su camino. La había servido como había podido, llevando un trecho su carga hacia el granero; pero ahora que un pulgar arbitrario lo aplastaba no importaba que, procediendo de otro modo, hubiera podido llevarla un poquito más lejos: otros lo harían. Ahora apenas veía las hormigas; ahora ya no las veía. La mancha de sol, sin embargo, seguía hirviendo en la sombra que se tragaba al limonero. También ella se hundió, de pronto, en la sombra, y no existió más para el hombre que había muerto; mas la cordillera interminable aun bajaba y subía, aun subía y bajaba, parpadeo de luz en la mancha de sol del limonero.

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