martes, 25 de agosto de 2009

"Quien mucho habla, mucho yerra." y otros temas.

“Quien mucho habla, mucho yerra.”

Así dice el refranero, indicando que se equivoca más quien dice más de lo debido. Ser parcos en el hablar es una virtud que casi todos agradecemos y debiera ser una obligación de aquellos que tienen responsabilidades en cualquier ámbito de la vida social, especialmente los políticos y de entre ellos, los que ocupan cargos destacados.

Cierto que, en ocasiones, se dice algo para ver qué efecto produce, cuál es la reacción de los oyentes. El caso es que puede resultar contraproducente, dañino, pues los oyentes pueden alarmarse, organizarse, protestar y ello daña al político y a su partido.

Hay otro refrán que indica que cada quien se dedique a lo suyo y no se entrometa en terreno ajeno: “¡zapatero, a tus zapatos!” Lo que traducido a política indica que cada cual debe hablar de su responsabilidad, aquella que le viene dada por el cargo que ocupa y no meterse en terreno ajeno, es decir, en materia de la cual otros son responsables. Además, el que ocupa un cargo público no habla jamás a título personal: siempre el público sobreentenderá que existe una intención autorizada en lo que se dice, por quien lo dice.

Desde luego, en ocasiones es difícil deslindar lo que se debe o no comentar ante los medios de divulgación sin invadir terreno ajeno, pero cuando estas indiscreciones o criterios personales se convierten en algo común y casi semanal, se hace daño a la estabilidad gubernamental y social. Lo cual se agrava cuando “donde dije digo, digo Diego.”

Cuando el Ministro de Fomento se mete en el terreno de Economía, o el de Industrias en el de Fomento y así sucesivamente, se impone una llamada al orden de su jefe. Los “casos” los hemos conocido y comentado todos. No hace falta más que llamar al orden y que cada cual se ocupe de lo suyo, de su responsabilidad, y no se entrometa en la ajena públicamente.

Entremés: “Fútbol y periodismo.”

Leo en El País del 22 de agosto, por Carmelo Encinas, con el título de esta minuta que, entre otras cosas expresa: “La del periodista es a veces una labor ingrata. El informador como tal tiene la obligación de contar lo que sabe e incluso lo que piensa por muchas ampollas que levante. Que acierte o no es otra historia, pero su actitud ética ante el ejercicio profesional exige la mayor sinceridad posible con el público al que se dirige y al que se debe. El periodista debe aceptar con humildad las críticas adversas que sus comentarios susciten y, por supuesto, no arrogarse nunca la posesión de la verdad.” “Saco ese pensamiento a colación para participarles que nada me ha resultado tan incómodo como ser crítico con el fútbol. No me refiero a criticar a un equipo, un entrenador o un futbolista… sino a criticar el espacio que el fútbol ocupa en nuestras vidas. El fútbol y todo el enorme negocio que arrastra, ha calado de tal manera en la gente que los pocos ciudadanos a los que nos importa un rábano nos sentimos a veces acorralados.”

Como vemos, hay dos partes en su texto: una declaración de principios éticos que suscribo y debiera ser ley moral de todos los que ejercen el oficio de informadores y una segunda dirigida expresamente al deporte ¿nacional?, la cual suscribo y amplio con los espacios dedicados al cotilleo vergonzante y carroñero.

Cierto que la demanda crea el producto y ambos son parte de las necesidades culturales, espirituales si se quiere, de una parte de la población,- como los toros-, y es justo y necesario satisfacerlas, pero hasta ahí y poco más. No somos mayoría, pero si muchos los que lamentamos la desproporción que existe en la información y su análisis,- que es lo más importante-, entre lo dedicado a estos dos aspectos de nuestra Sociedad y el resto de sus problemas, gustos y preferencias. Carmelo, no estas sólo, pero sí, pocos pueden expresar lo que has dicho.

Una importante legislación inglesa.

Leo y transcribo: “Los 150 mil médicos en ejercicio del Reino Unido deberán someterse a partir de finales de 2009 a evaluaciones anuales, así como renovar sus licencias cada lustro (cinco años), en el marco de la reforma más radical que afronta el sector en los últimos 150 años. El plan busca “mejorar la calidad de la práctica médica y el nivel de satisfacción de los pacientes.

Hoy por hoy, una vez que los facultativos han recibido su titulación, pueden ejercer durante 40 o 50 años sin apenas ser objeto de controles. A partir de ahora, los que trabajan en la asistencia sanitaria, en hospitales o en consultas privadas deberán demostrar que “están en forma” para seguir practicando. Se consultará a sus colegas y a los pacientes, que precisarán, a través de cuestionarios, si han recibido el trato adecuado y si el médico en cuestión les ha involucrado en la toma de decisiones terapéuticas. Este proceso anual servirá de base para la revalidación de la licencia, obligatoria cada cinco años.” ”Hasta la fecha, la revocación de una licencia sólo podía producirse si se presentaban quejas demostradas ante el Consejo General Médico.”

Bueno, bueno… ¿Y todavía esta en pie la Torre de Londres, el Parlamento o el Palacio de Buckingham? ¿No ha ardido la City por los cuatro costados por esta reforma comunista? ¿Y por qué, ya que “de perdidos al río”, no la hacen extensiva a docentes de todos los niveles y funcionarios estatales, incluida la magistratura, desde luego?

¿Se imaginan lo que aquí ocurriría si algún desventurado loco parlanchín, con cargo gubernamental, insinuará lejanamente algo parecido? La Misa de la Aurora, los Sanfermines, el asalto a la Verja de la Santa Paloma y la quema del Bernabéu y del Camp Nou, para comenzar, sería poco.

Desde luego, nosotros, los ciudadanos que diariamente sufrimos en carne propia la impunidad o la ignorancia de doctos y doctores de todo tipo, estamos plenamente de acuerdo con esa genial reforma inglesa,- aunque no sean de nuestras simpatías los guiri-, sólo que se han quedado cortos, muy cortos.

Uno de mis nietos padeció a una docta doctora, que fue profesora universitaria y por sus peculiaridades, fue bajando de nivel hasta caer en la ESO. De 50 alumnos, mal aprobaban 1 o 2 y ella tan pancha. La Dirección de la escuela conocía sus características, pero cuando mi nuera acudía a quejarse, no del desaprobado, sino que no enseñaba, le decían que nada podían hacer para quitársela de arriba, porque era vitalicia. A mí, una oftalmóloga, para ahorrar el tiempo de anestesia, me inmovilizó el ojo mediante presión sobre él para que no se moviera. Resultado: perdida inicial del 40% de la visión, dos años de tratamiento en otro centro, miles de euros invertidos por negligencia y todavía me duele. De jueces, ya sabemos y conocemos cómo van los tiros y de médicos, lo que ha costado a la Salud Pública española en indemnizaciones y a los ciudadanos en muertos, las negligencias y no pasa absolutamente nada. Sólo en situaciones extremas, de escándalo público y notorio y aun así no siempre, es sancionado o separado alguno de estos intocables.

Propongo que en las próximas elecciones generales, hagamos un partido que lleve como consigna la introducción de este legislación, porque, desde luego, ninguno de los que tenemos al uso se atreverá siquiera a planteárselo. ¿Me apoya?

Cuento: “De cómo Su Excelencia halló la hora.” Por Eliseo Diego (1920, La Habana-1989, México).De él dijo Gabriel García Márquez: “Uno de los más grandes poetas que hay en lengua castellana.” (Donde la Muerte se lleva lo suyo.)

Su Excelencia había caminado todo el campo la tarde entera, por los trillos gibosos, ásperos guarnecidos de enormes espinos. Estaba cansado, sudoroso, polvoriento, tenía ganas de sentarse en alguna parte, de tomar alguna cosa que le refrescase la garganta hirviente. A la entrada del camino real se detuvo un momento secándose las sienes con su pañuelo de lino muy puro. Cobijada entre dos montes, entre almendros, se le apreció una hostería de techos rojos, de limpias paredes enjalbegadas (pintadas de cal). Con un suspiro Su Excelencia se encaminó lentamente a ella.

Ahora se sienta en una mesa rústica, bajo un emparrado que echa su sombra fresca sobre las lozas rojas. Vienen suaves olores del huerto, se escucha el lejano latir de un perro, el canto ríspido de un gallo, el pulso sereno, en fin, del campo vivo. Su Excelencia se despoja de su esclavina, que desborda el banco en pliegues espesos, cárdenos, se quita el largo sombrero suspirando. Sólo entonces repara en que, sobre el fondo negro de la puerta, hace rato que lo observa el hostelero.

El hostelero estaba inmóvil, con los brazos lisos a lo largo de las piernas, mirándole con la cabeza un poco inclinada al pecho. Se ánima instantáneamente, se acerca con una sonrisa: “¿Qué desea Su Excelencia?”- pregunta pasando el paño por la mesa, con el gesto ancestral de los hosteleros. Su Excelencia sonríe. “¿Tendrás buen vino?” ” ¡Que si es bueno! Y unas aceitunas…” Con lo cual desaparece el hostelero.

Para reaparecer al punto, colocando sobre la mesa la garrafa de barro, el vaso y un plato lleno de sabrosas aceitunas. Cosa extraña, el hostelero se sienta también a la mesa.
“Yo tengo un perro” – comienza el hostelero-, “Bien” –comenta Su Excelencia, sorbiendo el vino.
“Lo tengo allá – continúa el hostelero, señalando con su mano enorme el collado carmíneo entre los almendros -, cuidándome las cabras. Sabe mucho mi perro. Él me avisa cogiéndome de la mano cuando Juanón nos roba el vino.”
“Ah” – comenta Su Excelencia-. El vino es una bendición en la garganta, el sitio es fresco, ha trabajado mucho aquella tarde y no quisiera acordarse de nada. Comienza sospechar que es el rústico quien sabe. “Y vacas, ¿cuántas tienes?”
“Sabe mucho mi perro – prosigue tozudo el hostelero-. No le falta más que hablar. Quizás hable muy pronto. Antes de lo que uno piensa.”

En la pausa que sigue las hojas de los almendros se responden unas a otras suavemente.
“Si Su Excelencia me concediese una gracia, una sola.”
“¡Ah, ya está aquí!” – piensa Su Excelencia sorbiendo el vino fresco. Y en voz alta, con buen humor:
“Te la concedo. ¿Cuál es, amigo?”
“De no llevarme hasta que el perro hable” – dice el campesino, inclinándose.
“Ya está concedida” – confirma Su Excelencia con un gesto amable de la mano. No habrá ni que moverse. “¿Y cómo supiste quién era, amigo?” Sobre el alcor (colina, collado) cortada contra el cielo rojo de la tarde, aparece la silueta de un gran perro de pastoreo.

El hostelero sonríe zorruno. “Cuando le vi ahí sentado comenzaron a dolerme horriblemente los sabañones” Ronco, agudo, viene el aullar lastimero de un perro. Su Excelencia se atora, escupe el vino, se yergue derribando el banco. “El perro ha hablado” – dice. Vamos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario